Obra del artista cubano Cundo Bermudez.
“Siempre he pensado que el poeta no es sólo el que habla,
sino también el que oye”.
Octavio Paz, en su discurso para recibir el Premio Nobel.
No he podido todavía enterrar a mis muertos
Han pasado varios años y sus cenizas se esparcen
Sin consuelo en distintos cementerios allá y acullá
Entre la tierra rojiza, arenosa y pegajosa de la isla,
Sus huesos descansan en páramos oscuros
donde no debieran estar
En lóbregos camposantos, al final del camino,
En criptas húmedas alquiladas por un año a un vecino
en moneda libremente convertible.
Sigo pensando en esa pequeña vasija donde
Pongo desde lejos algunas flores que se marchitan rápidamente,
Detengo la mirada en la vieja foto de mi madre recostada
contra la mata de mango
con su psoriasis visible en las rodillas,
O en la foto de mi padre con los ojos vidriosos por el alcohol.
Es lo único que puedo hacer desde este culo del mundo.
Recordarles en sus cumpleaños
y en ciertas tardes calurosas de aquel último aciago viaje en que corría
a comprar helados para paliar el tedio y el sol calcinante del mediodía.
El duelo no ocurre, no llega, no lo sé hacer…nadie me lo enseñó.
Aún les veo, sobre todo a ella... cabizbaja y cansada de soportar tanta distancia,
Se entregó a la muerte después de algunas esperas demasiado largas
Se cansó, no quiso seguir sentada en la escalera…
Dejó de ser la columna pétrea que lo sostenía todo,
Se durmió serena, sin ahogos, como un ángel
y no abrió nunca más sus ojos, se desmoronó apaciblemente
su corazón se quebró en mil añicos cual fina porcelana.
A la mañana lo fueron a recomponer sobre las sábanas blancas
Pero ya era demasiado tarde para una sobrevida
Una sonrisa plácida se enseñoreaba sobre su cara feliz.
Aun la veo con su falda blanca de rosas rojas y su pulóver negro
Y sus zapatos ballerina para las fiestas populares…
entre negros y negras henchidos de gozo, repletos de transpiración y dicha.
La veo asomarse al espejo del cuarto y peinar su cabello canoso y violáceo
Con la coqueta feminidad de una mujer deseada que se marchita
Con el modoso encanto de alguien que sabe que la suerte está echada
Que había que escoger entre la vega de tabaco o la ciudad
Entre la luz de un quinqué mortecino o la electricidad citadina
Pagada a altas cuotas de sacrificio.
No tuvo ni altares ni monumentos ni grandes joyas,
Sólo jornadas entre el fogón y la casa, entre el tedio y la mansedumbre.
Firme desafió el calendario y sorteó gritos e insultos paternos
Infidelidades y aquella malsana costumbre a la descalificación.
Con la inteligencia de alguien que nació para mejores tiempos
Que nunca llegaron más.
Quizás por eso serena y sin ahogos se cansó
no quiso seguir sentada en la escalera
Se puso – sin arrepentimientos- de espaldas al mundo
y nos dejó solos para siempre.
Buenos Aires, 4 de junio 2010.
sino también el que oye”.
Octavio Paz, en su discurso para recibir el Premio Nobel.
No he podido todavía enterrar a mis muertos
Han pasado varios años y sus cenizas se esparcen
Sin consuelo en distintos cementerios allá y acullá
Entre la tierra rojiza, arenosa y pegajosa de la isla,
Sus huesos descansan en páramos oscuros
donde no debieran estar
En lóbregos camposantos, al final del camino,
En criptas húmedas alquiladas por un año a un vecino
en moneda libremente convertible.
Sigo pensando en esa pequeña vasija donde
Pongo desde lejos algunas flores que se marchitan rápidamente,
Detengo la mirada en la vieja foto de mi madre recostada
contra la mata de mango
con su psoriasis visible en las rodillas,
O en la foto de mi padre con los ojos vidriosos por el alcohol.
Es lo único que puedo hacer desde este culo del mundo.
Recordarles en sus cumpleaños
y en ciertas tardes calurosas de aquel último aciago viaje en que corría
a comprar helados para paliar el tedio y el sol calcinante del mediodía.
El duelo no ocurre, no llega, no lo sé hacer…nadie me lo enseñó.
Aún les veo, sobre todo a ella... cabizbaja y cansada de soportar tanta distancia,
Se entregó a la muerte después de algunas esperas demasiado largas
Se cansó, no quiso seguir sentada en la escalera…
Dejó de ser la columna pétrea que lo sostenía todo,
Se durmió serena, sin ahogos, como un ángel
y no abrió nunca más sus ojos, se desmoronó apaciblemente
su corazón se quebró en mil añicos cual fina porcelana.
A la mañana lo fueron a recomponer sobre las sábanas blancas
Pero ya era demasiado tarde para una sobrevida
Una sonrisa plácida se enseñoreaba sobre su cara feliz.
Aun la veo con su falda blanca de rosas rojas y su pulóver negro
Y sus zapatos ballerina para las fiestas populares…
entre negros y negras henchidos de gozo, repletos de transpiración y dicha.
La veo asomarse al espejo del cuarto y peinar su cabello canoso y violáceo
Con la coqueta feminidad de una mujer deseada que se marchita
Con el modoso encanto de alguien que sabe que la suerte está echada
Que había que escoger entre la vega de tabaco o la ciudad
Entre la luz de un quinqué mortecino o la electricidad citadina
Pagada a altas cuotas de sacrificio.
No tuvo ni altares ni monumentos ni grandes joyas,
Sólo jornadas entre el fogón y la casa, entre el tedio y la mansedumbre.
Firme desafió el calendario y sorteó gritos e insultos paternos
Infidelidades y aquella malsana costumbre a la descalificación.
Con la inteligencia de alguien que nació para mejores tiempos
Que nunca llegaron más.
Quizás por eso serena y sin ahogos se cansó
no quiso seguir sentada en la escalera
Se puso – sin arrepentimientos- de espaldas al mundo
y nos dejó solos para siempre.
Buenos Aires, 4 de junio 2010.