El Nene
El Nene no cesa de reír en la esquina de siempre, mientras golpea las horas al ritmo de las monedas que infatigables, claman misericordia desde el fondo de un tarro. Y pese a que la gente lo mira con resquemor, siempre logra su objetivo; cuando se inclina en todo su porte hacia adelante flectando aún más sus rodillas semianquilosadas, destacando su apariencia retorcida, la mirada al garete, la sonrisa babosa desviada hacia el hombro derecho que parece succionarle parte del mentón, dejando al descubierto el impétigo gigante de su oreja izquierda. Pero a él nada parece importarle, salvo aquella esquina que lo acoge en su vientre de asfalto, como a un hijo convulso jugándose la vida, esperando que llegue la tarde junto con El Pulento y su clásica pregunta: ¿Cómo estamos Nene?, aún sabiendo que la respuesta es siempre la misma, pues El Nene se las gana a todos; ni Gotzila ni El Pirata, ni siquiera El Cortaíto recaudan tanto dinero y nadie hace la entrega como él; con la alegría torrencial de sus carcajadas que parecen amplificarse a lo largo de la calle, para sólo extinguirse, ante el “Buen chico” que pronuncia El Pulento, mientras le acaricia el cabello seboso para luego preguntarle: ¿Qué más tenemos amigo? Amigo, responde El Nene, mientras le entrega las monedas rezagadas en los bolsillos. Amigo, amigo, repite finalmente con las manos vacías.
LA ULTIMA DE RON
Ese rostro lóbrego y frío no me pertenece; es sólo una imagen robada a tu delirio, un fantasma extraído de algún libro de Allan Poe o un cielo kafkiano que anidó en tu retina.
Me pones una copa, la última de ron, y dejo los manuscritos retozando en la mesa. Te marchas a la cocina o la alcoba, yo qué sé. Desde hace mucho tiempo precisas tu retiro y pareces extraviada en tu monólogo interior: que los años, la vida, esa perra indolente, las deudas, los hijos que llegan y se van. Luego apareces y lloras, eludes mi consuelo y evocas a tu madre, que tanto te lo advirtió.
Ya no duele tu hermosa espalda esfumándose en el pasillo, otorgándole sentido a mi mansa soledad. Ahora bebo en secreto, degusto la última gota rezagada en el vaso que perfuma mi mano, mi mano de escritor.
¡Tanto morder el polvo y volverlo candilejas!, gritas a distancia por enésima vez. Tanto amasar los sueños sólo para no morir, agrego pacientemente, sin esperar algo más. No hay dinero, ni editores que valoren el talento. Nada queda en la copa, pero sí algo dentro de mí: es una sonrisa extraña, invisible exteriormente, encubierta por ese rostro lóbrego y frío percibido por tu alma, yerma de ensoñación.
El Nene no cesa de reír en la esquina de siempre, mientras golpea las horas al ritmo de las monedas que infatigables, claman misericordia desde el fondo de un tarro. Y pese a que la gente lo mira con resquemor, siempre logra su objetivo; cuando se inclina en todo su porte hacia adelante flectando aún más sus rodillas semianquilosadas, destacando su apariencia retorcida, la mirada al garete, la sonrisa babosa desviada hacia el hombro derecho que parece succionarle parte del mentón, dejando al descubierto el impétigo gigante de su oreja izquierda. Pero a él nada parece importarle, salvo aquella esquina que lo acoge en su vientre de asfalto, como a un hijo convulso jugándose la vida, esperando que llegue la tarde junto con El Pulento y su clásica pregunta: ¿Cómo estamos Nene?, aún sabiendo que la respuesta es siempre la misma, pues El Nene se las gana a todos; ni Gotzila ni El Pirata, ni siquiera El Cortaíto recaudan tanto dinero y nadie hace la entrega como él; con la alegría torrencial de sus carcajadas que parecen amplificarse a lo largo de la calle, para sólo extinguirse, ante el “Buen chico” que pronuncia El Pulento, mientras le acaricia el cabello seboso para luego preguntarle: ¿Qué más tenemos amigo? Amigo, responde El Nene, mientras le entrega las monedas rezagadas en los bolsillos. Amigo, amigo, repite finalmente con las manos vacías.
LA ULTIMA DE RON
Ese rostro lóbrego y frío no me pertenece; es sólo una imagen robada a tu delirio, un fantasma extraído de algún libro de Allan Poe o un cielo kafkiano que anidó en tu retina.
Me pones una copa, la última de ron, y dejo los manuscritos retozando en la mesa. Te marchas a la cocina o la alcoba, yo qué sé. Desde hace mucho tiempo precisas tu retiro y pareces extraviada en tu monólogo interior: que los años, la vida, esa perra indolente, las deudas, los hijos que llegan y se van. Luego apareces y lloras, eludes mi consuelo y evocas a tu madre, que tanto te lo advirtió.
Ya no duele tu hermosa espalda esfumándose en el pasillo, otorgándole sentido a mi mansa soledad. Ahora bebo en secreto, degusto la última gota rezagada en el vaso que perfuma mi mano, mi mano de escritor.
¡Tanto morder el polvo y volverlo candilejas!, gritas a distancia por enésima vez. Tanto amasar los sueños sólo para no morir, agrego pacientemente, sin esperar algo más. No hay dinero, ni editores que valoren el talento. Nada queda en la copa, pero sí algo dentro de mí: es una sonrisa extraña, invisible exteriormente, encubierta por ese rostro lóbrego y frío percibido por tu alma, yerma de ensoñación.
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