CONQUISTA
El parque los rodeaba en un marco de silencio, extendía sus siluetas junto a los rayos estivales diseñados por los árboles, mudos de circunstancias.—Dilo otra vez —dijo ella ruborizada.—¿Qué cosa? ¿Lo del amor?—Sí, lo del amor.—Yo jamás dejé de amarte.—Repítelo otra vez.—Que siempre te amé.—Una vez más.—¡Siempre te amé! —gritó él vigorosamente, mientras ella sonreía complacida ante la voz viril que la importunaba, dejándola apenas pronunciar: yo también te amo.
Mi niña bonita musitó él, con un dejo de temblor. Tanto tiempo ha sido nada. Ahora es lo que importa. Cogió su mano pecosa y acarició sus brazos hasta alcanzarle el hombro. Esto es vivir, le dijo y sonrió. Ella no sabía si reír o llorar, cuando él tocó sus cabellos tímidamente hasta recorrer una a una, las canas derramadas entre los dedos ajados.
La humedad de sus pieles se evaporaba en el ciclo transcurrido, como si todo fuera un bastón que se dejó caer sobre el césped, cuando las miradas se proyectaron bajo los párpados caídos y se toparon con las arrugas que surcaban los rostros, como flechas de apaches en la conquista del tiempo, negándose a morir, entre un ir y venir de caricias torpes, oídos sordos y palabras bullantes, como promesas añejas a punto de concretarse.
TIEMPO SIN REGRESO
S ientes nostalgia de mí, eso dicen tus manos mientras acarician la espuma inmóvil del silencio, encapsulado bajo los nudillos gastados de historias. Coges un lápiz, por un momento crees verme, fresca y vivificante, dispuesta a todo por amor o lo que fuera posible y el rictus de tu boca sube hasta el cielo en donde el ángel de tus sueños tiembla de frío. Estoy aquí te digo, marchita de inviernos, y no me ves, algo en ti parece morir un poco, estás pleno de argumentos, pero coges tu lápiz, al parecer sin una finalidad clara, y no me encuentras. Pronto vendrá tu mujer y el sonido de sus pasos aplacará la fiebre que aún sientes y el deseo de arrojar los años por la ventana para decirlo todo de una vez para siempre, antes que el elfo indeseable del sinsentido consuma tus entrañas. Estás mustio, más mustio que este otoño y, encima, ella aparece con la misma perorata de todos los días, la cara gastada de antiguos brillos y el cuerpo agrietado de decepciones. No la amas, es tarde para decirlo, pero no la amas; ella sonríe como si nada ocurriera y desearías gritar tu verdad a los cuatro vientos con nombre y dirección, con la ayuda del bolígrafo que llevas contigo como un amuleto para la buena suerte.
Sientes nostalgia y no es cosa de viejos, la modernidad te provoca desconcierto, te desequilibra por dentro y por fuera como si hubieses quedado suspendido para siempre de las faldas de un tiempo sin regreso. Aún estoy aquí, inevitablemente condenada a muerte.
Sentado sobre tu sofá, observas de reojo el nuevo computador y rompes el aire con la mano que acarició mi cuerpo delicado y sutil, heredero de la brisa silvestre de los campos y el verdor fragante de los árboles. Ya no existo, tu esposa vuelve a repetirlo: la modernidad llegó para quedarse. Vuelves a mirar el monitor, ella activa el correo y aparece el cuerpo vacío de un email. Son los nuevos tiempos, dice, el final de La Carta ha comenzado.
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