El milenio está a punto de acabarse
Pero las estaciones todavía se cumplen, la tierra continúa girando y los peces abren y cierran sus bocas como hace siglos. En algún lugar de la India los tigres machos luchan entre sí por el amor de las tigres hembras y en un bosque cercano los conejos devoran las mismas plantas y raíces que alimentan la tierra. Debería hablar de la contaminación y del petróleo, debería hablar de plagas innombrables, del hambre que devasta poblaciones, de niños mutilados por nubes radiactivas. Pero estoy aquí, escribiendo este poema, midiendo sus palabras, eligiéndolas con amor y con cuidado, con cólera y con resentimiento. Entonces me miro en el espejo y sólo veo tinieblas, un vacío culpable en la página en blanco.
Escribo esto porque me siento solo. Porque las palabras me han abandonado. Porque ella no estará más.
La lluvia
Vengo de una ciudad donde jamás llueve,
donde el cielo es (como dicen) color-panza-de-burro
y el mar una invisible telaraña que enreda y confunde el horizonte.
Esta tarde llueve en New Brunswick
y me he asomado a la ventana para contemplar otras lluvias.
Aquella en Madrid, por ejemplo, donde el agua nos llegó hasta las rodillas
y seguimos caminando plaf plaf como si nada,
o aquella que nos sorprendió en Tumbes
con sus balsas y caimanes navegando un bosque de palmeras.
¿Qué decir del chaparrón que echó a perder la sepultura de Dante?
Pero esa es una lluvia literaria.
Como decir que duró cuarenta días
o que llora suavemente en mi corazón, que no es verdad.
Es otra la lluvia que recuerdo.
Fue hace muchos años,
el agua salpicaba la tierra y formaba un barro azul y misterioso.
Era el silencio que me enseñaba sus metáforas,
su laborioso lenguaje deshaciéndose una vez más sobre las piedras.
El color de los atardeceres
Atardecer naranja
con sus nubes raídas
y su sol que alumbra todas las palabras.
Una gasolinera exhibe un dinosaurio
(aquí hubo dinosaurios)
y una pradera inacabable.
¿Dónde aprendí todo eso?
Descartemos las nubes, son siempre
las mismas. Descartemos el sol,
presa fácil de todas las metáforas.
Nos queda la naranja.
Algunos dicen que vino de la India
donde era alimento de los dioses.
Otros, que vino de Persia o de Arabia
igual que el nombre y su color.
Virgilio la llamó “aurea mala”
y la dejó caer en una égloga.
Colón la tuvo entre sus dedos. Por ella
descubrió que el mundo era redondo
y que viajando hacia el Poniente
llegaría (como el sol) hacia el Levante.
Ahora estamos solos. Yo y la naranja.
Cuesta siglos decir atardecer naranja.
Pero las estaciones todavía se cumplen, la tierra continúa girando y los peces abren y cierran sus bocas como hace siglos. En algún lugar de la India los tigres machos luchan entre sí por el amor de las tigres hembras y en un bosque cercano los conejos devoran las mismas plantas y raíces que alimentan la tierra. Debería hablar de la contaminación y del petróleo, debería hablar de plagas innombrables, del hambre que devasta poblaciones, de niños mutilados por nubes radiactivas. Pero estoy aquí, escribiendo este poema, midiendo sus palabras, eligiéndolas con amor y con cuidado, con cólera y con resentimiento. Entonces me miro en el espejo y sólo veo tinieblas, un vacío culpable en la página en blanco.
Escribo esto porque me siento solo. Porque las palabras me han abandonado. Porque ella no estará más.
La lluvia
Vengo de una ciudad donde jamás llueve,
donde el cielo es (como dicen) color-panza-de-burro
y el mar una invisible telaraña que enreda y confunde el horizonte.
Esta tarde llueve en New Brunswick
y me he asomado a la ventana para contemplar otras lluvias.
Aquella en Madrid, por ejemplo, donde el agua nos llegó hasta las rodillas
y seguimos caminando plaf plaf como si nada,
o aquella que nos sorprendió en Tumbes
con sus balsas y caimanes navegando un bosque de palmeras.
¿Qué decir del chaparrón que echó a perder la sepultura de Dante?
Pero esa es una lluvia literaria.
Como decir que duró cuarenta días
o que llora suavemente en mi corazón, que no es verdad.
Es otra la lluvia que recuerdo.
Fue hace muchos años,
el agua salpicaba la tierra y formaba un barro azul y misterioso.
Era el silencio que me enseñaba sus metáforas,
su laborioso lenguaje deshaciéndose una vez más sobre las piedras.
El color de los atardeceres
Atardecer naranja
con sus nubes raídas
y su sol que alumbra todas las palabras.
Una gasolinera exhibe un dinosaurio
(aquí hubo dinosaurios)
y una pradera inacabable.
¿Dónde aprendí todo eso?
Descartemos las nubes, son siempre
las mismas. Descartemos el sol,
presa fácil de todas las metáforas.
Nos queda la naranja.
Algunos dicen que vino de la India
donde era alimento de los dioses.
Otros, que vino de Persia o de Arabia
igual que el nombre y su color.
Virgilio la llamó “aurea mala”
y la dejó caer en una égloga.
Colón la tuvo entre sus dedos. Por ella
descubrió que el mundo era redondo
y que viajando hacia el Poniente
llegaría (como el sol) hacia el Levante.
Ahora estamos solos. Yo y la naranja.
Cuesta siglos decir atardecer naranja.
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